Los patos mandarines y el samurai

por | 28 agosto, 2017

“Hace mucho tiempo, cerca del lago Mimidoro, que ahora se llama Mizoro, en el norte de Kyoto, vivía en paz una pareja de patos mandarines. En el verano, el macho saltaba encima del agua y levantaba el vuelo, con sus bigotes de color naranja, su pico rojo oscuro, y sus manificas alas rizadas. La hembra y sus hijos vestidos modestamente de gris no le sacaban los ojos de encima. Al atardecer, los patitos bien llenos y dormidos, el macho, con una tierna caricia en la mejilla blanca y graciosa, despedía a la hembra y en el agujero del árbol que les hacía de casa, toda la familia entraba en el país de los sueños.

El año siguiente, los primeros días de primavera, un joven samurai instaló su cabaña en la orilla del estanque. Su mujer esperaba un hijo. Eran pobres. El Samurai había tenido que comprarse el vestuario. Su mujer le había confeccionado la cinta de decisión y su madre había ahorrado durante mucho tiempo para poder regalarle las dos espadas tradicionales, la larga y la corta. Todavía no tenía la máscara horrible para aterrorizar al enemigo. Esperaba que un noble señor le propusiera estar a su servicio. Aquella noche, su mujer lo despertó y le dijo:

– Esposo, ya se que somos pobres y no quiero inquietarte pero desde hace un tiempo siento un deseo irresistible de comer carne y tengo miedo que tu hijo sufra.

El joven samurari no dijo nada. Cogió su arco y salió por la noche. Se agazapó cerca del estanque y esperó la posible presa. Casualmente el pato mandarín hacía un recorrido nocturno. El samurai vio como sus alas rizadas brillaban bajo la luz de la luna. Disparó una flecha y lo mató. Lo metió en un saco y una vez en casa, lo ató sobre una estaca cerca de su cabaña. Después volvió a su cama y se durmió.

Un sonido insólito lo despertó. Una especie de ‘tap,tap’ como batiendo las alas. ‘El pato solo estaba herido’, pensó.  Cogió un cuchillo y salió. El pato mandarín colgado por las patas estaba bien muerto. Pero la hembra había venido a buscarlo y batía las alas encima suyo. El samurai enseño su cuchillo brillando bajo la luz de la luna. La hembra no se movió de su lugar. Entonces el samurai encendió un fuego para asarlos a los dos, macho y hembra. La hembra indiferente a su suerte continuó batiendo las alas llorando por su pareja muerta. Entonces un sentimiento desconocido se apoderó del samurai. Despertó a su mujer y le enseñó aquél espectáculo de amor conyugal. Su mujer lloró.

– No comeré de esa carne por nada del mundo- dijo.

Dicen las viejas crónicas que el samurai se cortó el pelo de hombre de guerra y se hizo monje. Llevó una vida ejemplar, protegiendo a los animales, preocupándose del más pequeño insecto y desde entonces su nombre es venerado.”

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